17-8-12
La vida, si
reflexionamos con tranquilidad, con buen ánimo, siempre nos interpelará sobre
nuestra felicidad o sufrimiento, cada cierto tiempo, cuando nos sentimos
satisfechos o tristes. Y nos acompañará
un sentimiento de resignación o de fatal aceptación de lo desgraciados que
hemos sido y somos. Por cierto, en el momento en que sentimos esta necesidad de
explicarnos qué ha ocurrido en nuestra vida, cómo es que hemos devenido a este
estado que estamos experimentando, es porque estamos viviendo un momento de
satisfacción o de sufrimiento. Si no, no nos haríamos tal pregunta.
He encontrado un
texto que me ha dado cierta luz para ayudarme a reflexionar. Sigmund Freud
escribe en El malestar de la cultura: “El sufrimiento nos amenaza por tres
lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la
aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que
representan el dolor y la angustia; desde el mundo exterior, capaz de
encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables;
por fin, desde las relaciones con otros seres humanos. El sufrimiento que emana
de esta última fuente quizá nos sea más
doloroso que cualquier otro; tendemos a considerarlo como una adición más o
menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el
sufrimiento de distinto origen”.
En buena cuenta,
nuestro placer, satisfacción o sufrimiento depende en mucho de los demás. Y
también, en gran medida en cómo nos relacionamos con ellos. El tiempo nos
enseña las actitudes y comportamientos que debemos mantener con otras personas,
de modo que seamos sinceros, auténticos, sin dobleces, para tener la conciencia
tranquila, en paz. Sin embargo, es necesario hacer una distinción entre las
personas a las que estamos ligados. Las que tiene mayor relación con nosotros,
las que llegan a formar parte de nuestra vida íntimamente son las que conforman
nuestra familia nuclear: padres, cónyuge e hijos, hijas. En este caso, no bastan actitudes,
comportamientos correctos. Estamos pendientes de su bienestar, y lo bueno o lo
malo que les ocurra sacude nuestro ser muy profundamente. Mientras les
significamos algo en este cuidado o preocupación por ellos estamos sintiéndonos
útiles, necesarios. Muchas veces dejamos en un plano secundario nuestra propia
satisfacción por atenderlos, porque ayudarlos, serles útiles nos proporciona
una razón de vida, pero no nos damos cuenta que estamos construyendo una
pernicioso cordón umbilical que hemos debido ir cortando. Al final, estamos
dependiendo más de ellos que ellos de nosotros. Y en determinado momento,
seremos un lastre para las personas que queremos, que quieren levantar vuelo,
en libertad, para construir su propia vida. Pero nos hemos atado a ellas y su
libertad significa nuestro sufrimiento, sentimos que hemos perdido nuestra
razón de vida.
Esta realidad es
más sentida en la actual manera de vivir de los jóvenes, cuando todo llamado a
la libertad significa romper lazos. Los tiempos cambian, necesariamente, y esta
es una manera de expresarse. Es natural que los padres que frisamos los
cincuenta o los sesenta años no encontremos en esta situación de desconsuelo o
desazón. Antes, los hijos dejaban la casa después de un noviazgo formal y un
matrimonio con todas las reglas de vestido blanco y llanto de despedida. Ahora,
se van antes, si a vivir solos, solas, o a convivir. En el primer caso, los
padres tenían la tranquilidad de que el nuevo matrimonio construiría su vida,
igual que ellos, resolviendo las dificultades y celebrando sus alegrías con los
hijos que comenzarían a llegar. Ahora los padres viven pendientes de los hijos
y no sueltan los lazos que arrastran alegrías o tristezas, porque viven siempre
pendientes de ellos. Estoy hablando de los padres que ahora frisan los
cincuenta o sesenta años. No me imagino cual será la realidad de la nueva
generación de padres en esta cada vez más cambiante sociedad.
En la sosegada
vida de los sesenta del siglo pasado, los padres envejecían con la satisfacción
de la tarea concluida, criaron hijos que comenzaron una vida hermosa. Recibían
en sus últimos años la recompensa de recibir el cuidado de los hijos y los
nietos hasta que se iban, de puro viejos. No eran un estorbo en la familia,
vivían en su mundo de recuerdos compartidos. Hasta que se iba uno y a los pocos
meses le seguía su pareja. Cuando moría papá, mamá le dijo: “en tres días estoy
contigo”. Los abuelos no eran un estorbo, eran la felicidad de los nietos,
ahora son los empleados del hogar que no se pueden pagar, son necesarios para
cuidar la casa o para ocuparse de los nietos, porque los padres tienen que
trabajar hasta tarde la noche.
De los años
sesenta a la actualidad, si no ayudan, los abuelos son un problema, y más si se
entremeten en la vida de la pareja. Y claro, difícil dejar de meterse en cómo
educar a los nietos si toda la vida fue preocuparse por la felicidad de los
hijos.
Al final, si los
hijos se van (una película mexicana, melodramática, llevó como título. “Cuando
los hijos se van”, tendré que volver a verla) y dejan solos a los padres, y si
uno de ellos muere, cómo dejar solo, sola, a
la abuelita, habrá que llevar la carga, sabe dios hasta cuándo. Y qué
sentimiento del padre, de la madre, encontrarse en esa situación. Pero son los padres abuelitos,
de ochenta y más años. ¿Y los padres de sesenta, setenta años, que todavía se
sienten útiles, que creen que sus hijos los necesitan? No entienden que ya
terminaron su papel y que solo les queda verse el uno al otro para disfrutar los
últimos años de pareja de esa vida que tuvo sus cosas malas y también buenas.
Y, si uno de ellos se va y todavía habrá que vivir varios años, cómo resignarse
a la soledad. Cómo adecuar las ideas propias sobre la vida, sobre la felicidad,
a las de los hijos para compartir los años que quedan en feliz convivencia.
Cómo entender cuándo estamos estorbando, cuándo estamos molestando la
existencia del hijo, aún cuando creemos que queremos ayudarlo con todo el
cariño del mundo, porque “ningún padre, ninguna madre quiere lo alo para el
hijo, para la hija”.
Entonces, es el
momento de pensar. Toda una vida para terminar en sufrimiento, en pesar, en
desasosiego. No es justo. Entonces, ¿Qué ha ocurrido? Ocurrió que hemos vivido
creando lazos muy fuertes de dependencia, preocupándonos de los hijos y no
pudimos dejarlos ir, tanto que nos olvidamos de nosotros mismos.
Es cierto, nadie
puede estar en pellejo de otro. Se puede decir con toda razón: tú no estás
sintiendo, no estás viviendo lo que yo vivo en este momento. Es cierto. Nos
pueden decir, con toda razón, que no tenemos derecho a decir que es posible
envejecer sintiéndonos felices porque tenemos una pareja al lado o unos hijos
que están pendiente de nosotros. Y es cierto. Uno no sabe cómo es que construyó
esta familia, porque no hubo fórmula.
Sin embargo, es
necesario dar respuesta a la interpelación de la vida: ¿te mereces los últimos
años de tu vida en sufrimiento o en placer, gozo de haber pasado por este mundo
con todas sus experiencias, o en un lamento y sufrimiento inútil hasta los
últimos minutos? La respuesta es obvia: quiero ser feliz, que los momentos de
triste recuerdo sean de dulce nostalgia de aquello que pudo ser y no fue, que
sea parte de aquello que construyó la vida con sus errores y faltas propias y
ajenas que no pudimos manejar, pero que al final deben dejarse guardadas para
recoger y mantener las que nos han producido mayor felicidad. Total, quién
decide lo que nos agrada? Nosotros, solos, nadie más.
El quid de la
cuestión, la madre del cordero es, recordando la cita del Freud, cuánto fuimos
construyendo en la vida dependiendo de los demás, padres, hijos. Cuánto de nuestra felicidad, siquiera
momentos gratos, dependieron de los demás. En otras palabras: cuándo perdimos
la orientación. Cuándo dejamos de pensar
en nosotros mismos. Cuándo dejamos de vernos en el espejo que envejece junto a
nosotros mismos. Cuándo vimos más allá de los afeites, de los cosméticos que
utilizábamos para agradar a los demás,
cuándo vimos al interior de nosotros mismos para ir fortaleciendo nuestra
aceptación con defectos y virtudes. Cuándo nos dimos cuenta de que estábamos
dependiendo de que los amigos nos dijeran: estás gordo, estás enflaqueciendo,
se te ve mal, qué te pasa, qué bien estás y tantas bobadas que debimos mandar
al diablo. Era el momento para pensar que estábamos débiles para enfrentarnos a
los años de soledad. (Ricardo Ráez Ruiz)